La ciudad de los recuerdos

M no va a venir estas vacaciones. No vino, más bien, pues el plan era que llegara el 25 de diciembre. Cosas que pasan cuando tu país elige a un loco de presidente. Aun así hubiera agradecido mínimo una llamadita y no un comentario casual el mero día (de hecho, un par de días después). Pero no puedo culparle, yo también soy así y me hago güey con las cosas difíciles, como escribir aquí.

Los últimos meses me había dedicado a hacer un gran repaso de la ciudad (en la medida de lo posible, porque la ciudad nunca se acaba). De los canales de Xochimilco en la madrugada hasta las calles del centro a la media noche; del Museo de Antropología al Barba Azul; del Chopo a Jamaica y de ahí a la Central de Abasto (no abastos) y de la Sanfe a la Lagunilla; de unos tacos que tenía pendientes en la Doctores a las gorditas de siempre; de la línea 4 del metro con su vista increíble al trolebús de Eje Central. Todo esto para saber a dónde llevar a M y sobre todo pensando cuál sería el primer lugar al que llevaría a una persona que conoce por primera vez la ciudad. Pensando incluso, más allá de mi trabajo, de los paseos por iniciativa propia, ¿cómo conocí yo la ciudad? Y viene el recuerdo.

Papá fue quien primero me llevó a todos lados. Cada vez más me sorprende más lo mucho que conocí con él. Me refiero, sí, que al Zócalo, que al Templo Mayor, incluso a uno que otro Sanborns, pero también a lugares no tan destacados pero que, contados por él, tenían significado. No había calle sin historia o comentario. En especial los primeros diez, doce años de mi vida, el poco tiempo libre juntos estaba dedicado a este gran juego llamado la Ciudad de México. De niño, él participó en un concurso escolar (que me parece incluso se transmitió por televisión) sobre conocimientos de la delegación en donde se ubicaba cada escuela. La suya estaba en la Cuauhtémoc, lo cual para fines prácticos significaba, a inicios de los setenta, aprenderse la historia de la ciudad entera. Como buen listillo repelente, su equipo apenas comenzaba a discutir la pregunta cuando él ya tenía la respuesta. ¿Qué líneas del metro pasan por la delegación Cuauhtémoc? Y presionaba el botón. Todas. Luego me ha contado que para ese concurso los "entrenaron" llevándolos a sitios históricos, museos y otros lugares. Algunas veces tuvieron como guía a un chavo unos cuantos años más grande y muy inteligente que, con el tiempo le cayó el veinte, era Guillermo Tovar de Teresa.

A la Ciudad de México que le tocó estudiar se junta la Ciudad de México que le tocó vivir: aquí estudié, aquí comía (la UNAM, el pasillo de la salmonela), aquí veíamos jugar a los Diablos (el Parque del Seguro Social), aquí estaba tal o cual edificio (se cayó en el temblor), aquí apilaron los cuerpos (mismo estadio de los Diablos). Su ciudad, congelada en el tiempo, es buena parte de la mía. De hecho, se supone que papá también iba a venir ahora para Navidad, pero estaban caros los vuelos. Me hubiera encantado caminar los tres juntos por la ciudad.

M iba a llegar al departamento allá en la Roma, más por insistencia mía que suya. Por insistencia mía y punto. Hace mucho que quiero regresar a ese lugar y a ese tiempo. Extraño tanto el ritual de subir maletas y saber que por fin estoy en casa, o por lo menos, en un lugar donde puedo sentirme así. Extraño las comidas alrededor de la mesa redonda y las anécdotas que se compartían tumbados en el sillón. Extraño el sol por las ventanas —es un sol tan distinto— y el frío de los pasillos, y el crujir del piso de madera que lloraré si algún día las tuberías lo pudren y se tiene que cambiar. Me pregunto qué tanto sobrevive, si no estará acaso mejor en mi mente, a salvo bajo la garantía del recuerdo.

No es que me aferre al pasado, es que está tan vacío el presente. Porque ya no hay mesa ni comida ni anécdotas ni nadie que visite, nadie que llegue y lo considere su casa. No, yo lo que quisiera es llenar el presente, quizá por eso insistía tanto en traer a M. Porque no es ni el Templo Mayor ni Catedral ni Xochimilco ni ningún maldito museo el primer lugar a donde hay que llegar. Es en esta casa donde comienza mi casa-ciudad, esa que quiero compartirle para que sea también suya.

En este sencillo acto, te invito, amigo mío, a que compartas la conquista de este caserón del orto... conmigo.

La tiendita de la esquina en Campeche y Tonalá. Tomada en 2022. La fachada ya no luce así.




 

*


Una de mis primeras conversaciones con M, hace años, consistió en explicarle qué es el Sanborns. O por lo menos intentarlo. Se sorprendería uno de lo inusual que es el concepto. Que si la casa de los Azulejos, que si los villistas que desayunaron una vez allí durante la revolución, que si el uniforme de las meseras, que si la vajilla, que si el bar. Todo sacado, por supuesto, menos de un libro de historia y más del recuerdo.

Es como mitad fuente de sodas, mitad tienda departamental... mitad túnel del tiempo.

Che, la verdad no tengo idea de qué me estás hablando, ¡pero lo cuentas con tanto cariño que tengo que visitarlo!

Y por eso cuento lo que cuento.

Comments

Popular Posts