31 de diciembre

 

He notado algo cada año los últimos días de diciembre: el cielo se enclarece. No esclarece, enclarece. Después de semanas brumosas, noches largas y contaminación estancada, el sol regresa y el viento hace lo suyo, y entre los dos, pareciera que se trata de una sorpresa, un regalo para aquellos que en vez de familia o playa insistimos quedarnos entre edificios y volcanes.

Parte de mí quisiera regodearse en el cinismo y empezar con que Año Nuevo no es real, o cómo decirlo, es un día como cualquier otro, significativo en la traslación de la Tierra pero no a escala humana. Pero no es tan fácil ignorar que la gente busca los ciclos y respeta los rituales, y hasta yo, que juro no creer en ellos, participo sin pensarlo.

En esa casa donde los cumpleaños apenas significaban algo, los días de descanso en diciembre eran eso y no más. Sin embargo, en esa casa donde siempre se trabajaba, descansar tenía, quizás, en sí mismo, más significado del usual. Claro, sin reuniones familiares y sin viajes a la playa, el único ritual que quedaba era leer libros y ver películas. 

Hay algo de tranquilidad en esa excusa, en ese permiso para encerrarse. Si el mundo exterior está apagado, uno no puede hacer más, y las ficciones ganan, orgullosas de por fin tener esa atención indivisa, en vez de atención a medias y plagada de culpas por no estar haciendo tal o cual pendiente.

Como dice el dicho y el meme, en mí hay dos lobos. Uno es incurablemente citadino. El otro vive en todos los mundos menos en este. El FOMO de la realidad versus la infinidad de la ficción. Uno va de Coyoacán a Tacuba caminando. El otro pasa 12 horas viendo Doctor House. Uno desea vivir su propia historia. El otro goza la seguridad de saber cómo terminan las demás. No sé si pueden conciliarse, y a veces siento que más que dos lobos son el perro de las dos tortas.

El perro de las dos tortas es, en realidad, una fábula de Esopo, y lo que se le cae al río es un pedazo de carne (en algunas variaciones, un hueso). Me parece bellísimo que se haya mexicanizado a "torta". A lo mejor la persona que lo hizo vio a un perro al cual se le cayó su torta a un río. O pensó, en esta vida no vale la pena pelear por un pedazo de carne, pero sí por una buena torta. O las tortas eran su perdición. Envidio mucho a quien se le ocurrió eso. Él sí se quedó con las dos tortas.

La vida me fascina tanto como me aterra. Es como si las historias de los cuentos, las novelas, las películas, cobraran, disculpe usted la repetición, vida. Y es que, como alguien dijo sobre Shakespeare, los problemas del príncipe Hamlet y de Otelo vienen de no saber en qué clase historia se encuentran. Quizá este año sí debería ponerme a escribir Los citadinos, para saber si es tragedia, comedia o espectáculo cómico-mágico-musical.




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