Play it again


i.


Soy una persona que disfruta viajar, pero disfruta más regresar a casa. Nada se compara con estar de vuelta en el departamento, en el noveno piso; nada me da la misma tranquilidad de saber que estoy a unas cuadras del metro, o saber qué hay tacos cerca, bajo el puente, y que los puedo encontrar abiertos a las tres de la mañana. Nunca he ido a las tres de la mañana, pero me gusta tener la certeza de que puedo. Siempre que viajo tengo que ocuparme con algo para distraer la angustia de estar en otro lugar. No entiendo el concepto de ir a Cuernavaca el fin de semana a relajarse; me pongo mal en cuanto paso de ida la caseta de Tlalpan y no se me quita hasta que la paso de regreso.


Probablemente sea un círculo vicioso. Las dinámica de la ciudad te envuelve en su neurosis y te hace imposible funcionar en otro lado.

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ii.


Tenía diecisiete años. Estaba de vacaciones en Nueva York con mis padres, y ese día caminábamos por Hell’s Kitchen, probablemente buscando algún restaurante aprobado por la guía Zagat. Comenzó de la nada, como es usual, la dificultad para escuchar y entender las palabras, los movimientos lentos y retardados, el sentir que todo me era ajeno y que a la vez todo me saturaba. El corazón a todo lo que da. Las ganas de salir corriendo incluso sin saber a dónde. Le llamaría ansiedad si tuviera un papel firmado por el médico, pero no lo tengo. Y en ese momento, algo. Un ruido entre tantos. Un taladro destruyendo el concreto. Volteé a ver: cascos amarillos y chalecos naranjas, hombres trabajando. Señalizaciones que le indicaban a la gente y a los coches que pasaran por otro lado.


A alguien en mi familia, no recuerdo exactamente a quién, le escuché una idea que dice más o menos lo siguiente: la Ciudad de México va a quedar muy bonita cuando la terminen. Se refiere, por supuesto, a las construcciones, reparaciones o ampliaciones que ocurren en la capital, una tras otra, toda la vida: que si el metrobús en Reforma, que si el segundo piso. Que si la línea 12 del metro. Que si la primera línea del metro, podría decir mi padre. Que si la ciudad entera, podría decir mi abuela, con casi cien años de existir aquí.


Vi a los trabajadores en medio de la calle y tuve la certeza de estar en un lugar que podía entender, aunque aún no lo conociera, y que podría entenderme a mí.

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iii.


Hay calma en el caos como hay método en la locura. Lo que más me gusta de Nueva York es que me siento en casa, y lo que más me gusta de la Ciudad de México, es que lo estoy.


Es estar enamorado. Es no tener de otra. Es la canción favorita, que pones una y otra y otra vez.







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